Después de leer el artículo de Javier Pérez Andújar del pasado 19 de Octubre del diario El País, cada vez veo más claro
que el arte verdaderamente contemporáneo no es el que encontramos
encerrado entre las paredes de los museos o de las galerías de arte,
sino el que surge en la calle. Es un arte que algunas veces puede
resultar efímero pero que otras veces se convierte en eterno símbolo
de una clase social o de un grupo cuyas ideas suelen diferir de las
que son impuestas por el gobierno y las instituciones. Me refiero al
grafiti, un arte que nace del inconformismo a modo de gamberrada.
Algunos de estos grafitis sólo duran el tiempo que tarda el dueño
de la superficie empleada en borrarlo y pintarla de nuevo, otros,
quizás por estar hechos en lugares más inaccesibles, permanecen en
el sitio durante años, como es el caso de la “A” de Can
Franquesa, esa letra anarquista, símbolo de libertad y de lucha
sindical de otra época, de la que hoy aún se conserva el recuerdo
porque, alguien un 12 de Octubre de hace treinta años, se dedicó a
inmortalizar sus ideales en un muro de contención de Santa Coloma de
Gramanet.
El arte contemporáneo es
a veces tan efímero como cuanto nos rodea en la actualidad. El
grafiti, las performances..., su mensaje dura poco, casi tan poco
tiempo como un anuncio de televisión. Es un tipo de arte muy
representativo de la sociedad del momento, una sociedad que recibe
cientos de impulsos por minuto y que hace que se sienta empujada a
consumir todo cuanto se le ofrece a través de la pantalla del
televisor, de un catalogo de muebles suecos o de cualquier escaparate
de la gran ciudad. Es la era del usar y tirar, la era de no
implicarse demasiado en nada y de sálvese quien pueda. Por el
contrario, algunas veces nos llegan noticias de que aún queda un
reducto de movilización obrera que está patente, sobre todo, en
algunas zonas de la periferia, esas en las que el desempleo, la
marginación y los ERES esta más latente. Es ahí precisamente,
donde una parte de la sociedad se resiste a perder sus raíces,
conservando lo poco de artístico que puede tener una simple letra
“A” encerrada en un circulo. Por vez primera una letra nace sin
más pretensiones que las de reivindicar un sentimiento de libertad y
acaba convertida en símbolo de toda una época de lucha obrera, de
tal forma que nadie en treinta años ha intentado eliminarla de ese
lugar, el muro de contención del barrio de Can Franquesa.
El pasado 12 de Octubre,
día de la Hispanidad, esa letra que con el paso de los años había
ido perdiendo color, fue restaurada cual obra renacentista se tratara
por los mismos que la crearon hace treinta años, cinco personas que
pertenecieron a las Juventudes Libertarias, el Manolo, el Sabas, el
Isidro, su mujer la Chiri y el José. Eran montañeros que sabían
escalar. Iban por las noches, se colgaban del muro y tras poner un
pivote en el centro para trazar la circunferencia se ponían a pintar
hasta que amanecía. Este año se volvieron a reunir todos, excepto
el José, que hace tiempo se fue a Portugal, para celebrar el treinta
aniversario de su obra y rememorar unos ideales que les llevaron a
inmortalizar esa A descomunal (seis metros y medio de diámetro).
Mientras la estaban repintando, una señora se asomó a un balcón y
les gritó: “no se os ocurra tapar la A, forma parte del patrimonio
histórico de Santa Coloma!”.
Esa letra reivindicativa,
esa “A” anarquista, a través del tiempo ha pasado a adquirir la
categoría de bien patrimonial de una vecindad que no desea que sea
eliminada, sino todo lo contrario, que apoya que siga ahí y que,
valientemente, sus ya no tan jóvenes creadores se ponen manos a la
obra y se vuelven a colocar los arneses para restaurarla y que siga
luciendo sus colores quien sabe si otros treinta, cuarenta o cien
años más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario